Las letras de la guerra

En un “secuestro con permisos quincenales” Alexander Santa un docente atrapado en medio del fuego cruzado de paramilitares, guerrilleros y ejercito enfrentó al monstruo de la guerra en un pueblo llamado buenos aires. 

Aquel día uno de los paramilitares que custodiaban el lugar agredió verbalmente a varios estudiantes mientras jugaban en el parque, Alexander con valentía de acero se enfrentó al paramilitar y le exigió respeto para estos pequeños, el hombre armado y con un traje de camuflado después de mirarlo fijamente se retiró.

Para Alex un docente paciente, como muchos otros, en 2001 el conflicto armado lo atrapó en el corregimiento de Buenos Aires, Valle del Cauca, cuando las autodefensas del bloque Calima decidieron salir de las montañas y tomarse aquel lugar en donde nunca pasaba nada.

A pesar del inquietante frío, contradictorio al Valle del Cauca, que recorre el lugar, luce imperturbable sentado cómodamente en el comedor de su casa, habla con calma, se toma su tiempo para pensar. Nadie nunca imaginaria que detrás de ese rostro impasible se encuentra la huella que le dejó “La masacre de Alaska” perpetrada por las autodefensas del bloque calima que lo obligaría a mantener la frente en alto y la fe en firme para poder reconstruir el pueblo que alguna vez conoció.

¿Cómo era para ustedes los docentes manejar la situación de conflicto que se vivía allá?

En septiembre de 2001, eso era un domingo, ocurrió la primera incursión paramilitar en el centro del Valle del Cauca, estaba al mando el bloque calima, entraron haciendo una masacre que fue la muerte de un inspector de policía y dos muchachos de la zona y lógicamente a uno le invade el terror. Ellos nos dijeron a los docentes que no podíamos dejar de dar clase, que siguiéramos como si no hubiera pasado nada y casi que nos obligaron a estar ahí. Durante mucho tiempo no podíamos salir de la zona sin permiso de ellos, no podíamos irnos. Era un secuestro con permisos quincenales, yo siempre lo he dicho así porque solamente podíamos ir a nuestras casas cada 15 días.

En un principio en la escuela teníamos 150 niños, pero luego ellos y sus padres se fueron desplazando hacia la ciudad, de 150 quedaron de la zona 50 niños en el colegio. Nosotros seguíamos como si no pasara nada, queríamos dar esperanza y fortaleza a los padres que se quedaban, pero teníamos miedo de que le pasara algo a la gente, a pesar de eso tratábamos de darle esperanza a las personas. Nosotros teníamos todo el temor por dentro pero no lo demostrábamos, había que plantársele fuerte a esos hombres. Esa situación duró dos años en los que convivimos con los paramilitares hasta que ocurrió la masacre, “La masacre de Alaska”, ese día mucha gente del pueblo, los que quedaban, se desplazaron a la ciudad.

 ¿Qué fue lo más difícil de ese secuestro con permisos quincenales como lo llama usted?

Lo más difícil era oír “no se puede ir”, uno no sabía si ese “no se puede ir” era para matarlo. Como mucha gente llegaba,  mucha gente desaparecía. Teniamos miedo de decirles “me quiero ir para mi casa hoy, ¿será que puedo?” y ellos respondían que “no, usted se queda hoy”.

No sabíamos si ese “usted se queda hoy” podía ser el último día. Entonces vivíamos con esa incertidumbre de no puedo irme porque me van a matar o no puedo irme porque me van a torturar. Era vivir en esa zozobra todo el tiempo. No saber si ibas a sobrevivir esa semana era lo más tenaz.

¿Cómo era el día a día en la escuela cuando fue la incursión de los paramilitares en el corregimiento?

Bueno iniciábamos clase todos los días normal, si llegaban cinco niños iniciábamos clase, si llegaban dos también. Hacíamos oración y la señora ponía a funcionar el restaurante escolar. Queríamos decirle a la comunidad oigan estamos aquí, tranquilos, pero todo el tiempo estábamos pensando que era lo qué iba a pasar en una hora, en dos horas o que esta gente estaba posicionada en el pueblo. Siempre se mantenían por el colegio armados, vigilando que era lo que hacía uno. En las clases tratábamos de darle a los 150 niños todas las áreas, hacíamos trabajos de investigación con los niños que quedaban  para evadir esas cosas que nos llegaban, porque sabíamos que con esas actividades tanto los niños como los padres se iban a sentir de alguna manera apoyados por nosotros.

¿Había algún tipo de materia o algún tipo de tema que los paramilitares les dijeron no enseñen o les daban vía libre?

No, ellos nunca interfirieron eso. Nunca entraron a tomarse la clase y a hablar de la política de ellos, no, ellos solamente nos advirtieron que no dejáramos de dar clase. Lo que estos hombres primero hacían era ofrecer disculpas por los asesinatos que habían ocurrido, para justificarse solían decir que la gente que había muerto quizá debía algo, pero decían que ellos ahora eran un grupo de reconstrucción, que no iban a hacer nada en la zona. Esa era la historia  para ganar confianza, sin embargo en ese tiempo siguieron los desplazamientos y desapariciones.

Ellos nunca se metieron con nosotros, ni nos coaccionaron a que no habláramos del tema, nos dieron vía libre, pero si era constante la presencia de ellos en el colegio.

¿Cómo concientizar a los niños o cómo manejar el tema de lo que estaba pasando, cómo lo hicieron ustedes?

Nosotros en el momento, voluntariamente en clase nunca hablábamos de eso. Solo les recomendábamos a los niños que no estuvieran muy cerca de ellos, que no los miraran mucho, ni que escucharan las conversaciones. Ser muy cuidadosos. Pero  tocar el tema de lo que estaba pasando en el momento y hablar de las agresiones, dejábamos de lado todo eso.

¿Cuándo volvieron al pueblo las personas que perpetraron la masacre seguían ahí?

No. Sin embargo nos encontramos con un pueblo fantasma, las calles desoladas y ahí empezó el proceso de reconstruir el tejido social que se había roto. Fue un proceso de cinco años muy bueno, yo sigo visitando ese pueblo porque allá dejé muchos amigos y visitarlo es ver como los procesos positivos en Colombia si se pueden, acompañados o no por el estado, pero se pueden hacer.

¿Cómo fue retomar las clases con los niños después de lo que ocurrió en la masacre?

Después de que ocurrió la masacre, del desplazamiento masivo, que muchos se fueran a la ciudad,  muchos niños no querían volver a clase, tenían miedo y los papás también. Por eso desde la alcaldía nos pusieron a los docentes que ya conocían en escuelas cercanas. Fue un reto total, hubo un momento en que el paramilitarismo empezó a disminuir un poco y las comunidades empezaron a retornar a sus pueblos al igual que los docentes, en octubre de 2004 empezó todo y después de un par de meses el pueblo volvía a estar como antes, bueno con los que quisieron regresar. Era iniciar de cero todo que fue un trabajo difícil de decirle a las familias venga, confíe en mi de nuevo, vamos a acompañarlos. Fue una labor de ir de casa en casa diciéndoles mire ya estamos de nuevo acá, estamos acompañándolos, esto está pasando, aquello no volverá a ocurrir. Pero seis meses después de haber regresado ya las clases habían vuelto a la normalidad, teníamos 80 niños matriculados y hasta 2008 que fue el año en que yo estuve, el colegio había superado muchísimo este recuerdo de violencia que tenía.

 Desde lo que vio y vivió, ¿cómo vivieron los niños ese conflicto y todo lo que estaba pasando en su comunidad?

En el marco del conflicto mis clases se convirtieron más en clases de escribir, de comentar su historia. Muchos niños después del conflicto empiezan a reflejar deseos de hacer parte del otro lado del conflicto para poder enfrentar a los paramilitares, hasta 2005 los niños seguían dibujándose, cuando se les preguntaba que querían ser, dibujaban guerrilleros, ¿porqué guerrilleros? les preguntábamos y ellos decían, yo quiero ser guerrillero para enfrentar a los paramilitares, fue muy duro cambiar esa concepción. ¿Cómo se cambió? A través del juego, de las artes lúdicas, del teatro, empezamos a dirigir esos pensamientos hacia lugares mucho mejores, pero gracias a Dios hoy podemos decir que nuestro trabajo de borrar esos pensamientos negativos fue exitoso.

Las escuelas son esos lugares donde la gente busca refugio muchas veces cuando ocurren actos de violencia, ¿cómo se sentían ustedes trabajando ahí, después de que los paramilitares los obligaron a quedarse ahí así no hubiera clase?

Estar allí sin estudiantes era contradictorio, porque decíamos mientras tanto en este momento en Colombia hay muchos niños sin un docente y aquí hay ocho docentes sin niños, esperando. Ese era nuestro pensar, sentíamos impotencia porque no podíamos hacer nada. Nosotros lo que hacíamos era hacer aseo, preparar el material didáctico para el futuro, intentábamos pensar en otra cosa.

¿Y cuando estaban con los estudiantes?

Cuando estábamos con los estudiantes, empezamos a trabajar desde lo lúdico, incluso mientras estábamos acompañados por estos personajes, las niñas bordaban, tejían. Los niños hacían juegos con elementos del reciclaje, ¿cómo mantenerlos ocupados todo el tiempo? Las clases, digamos, no eran tan académicas sino más bien prácticas, creativas, porque era el elemento que utilizábamos para que los niños alejaran esos pensamientos negativos que estaban teniendo.

Nos tocaron varios enfrentamientos de guerrilla y paramilitares mientras estábamos en clase. Entonces eran como todos los niños resguardados en el colegio, en ese momento del enfrentamiento no hablamos de lo que estaba sucediendo, de las bombas que explotaban, sino que los entreteníamos con juegos, teníamos un DVD, entonces los poníamos a ver una película con todo el volumen para distraerlos un poco de los enfrentamientos que estaba ocurriendo allá afuera.

¿Cuál fue el mayor reto como profesional mientras estuvo ahí?

Mi mayor reto fue enfrentar alguna vez a un personaje paramilitar. Estaban alguna vez los chicos en una práctica deportiva en el parque, porque nosotros seguimos utilizando normalmente los espacios como si nada pasara y en un momento determinado uno de ellos, se acercó a los niños que estaban jugando a agredirlos verbalmente, a decirles cosas, entonces yo tomé la valentía, me paré y le dije que los respetara, que eran niños que estaban jugando, que no tenían nada que ver con el conflicto. El hombre solo me miró y se retiró. Entonces para mí fue un reto cómo enfrentar ese monstruo de la guerra que estaba ahí en ese momento, mi otro gran reto fue llenarme de valor, de esperanza, de fe de que todo iba a pasar pronto y de que iba a poder estar ahí acompañando otros procesos, afrontar todo el conflicto y luego acompañar el proceso de reconstrucción de tejido social después del conflicto.