Sobre el Paro del 21 de noviembre – Bogotá

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Ser colombiano para mí es estar en una relación de permanente amor y odio con mi país….

Tengo 24 años y llevo casi ocho años en una tusa política que se me revive cada vez que nos toca ir a las urnas: la derrota de Mockus en la presidencia, el triunfo del NO en el plebiscito, el referendo anticorrupción, las masacres y los asesinatos a los líderes sociales y niños, las ilusiones aplastadas de dejar el odio atrás. Soy parte de una generación joven que a pesar de todo seguimos creyendo que podemos cambiar.

A medida que se acercaba el temido #21DeNoviembre dudaba más si salir a marchar. Y no porque me faltara inconformidad o indignación con el gobierno de Duque (a.k.a.  El Aprendiz) sino porque me  podía más el miedo a los gases lacrimógenos y las tanquetas que aparecerían en mi imaginación cada vez que veía las fotos de los militares invadiendo las calles del centro de Bogotá. Y porque al agrupar tantas exigencias me preocupaba que este fuera un fogonazo más de indignación que se apagaría rápidamente, ahogado por la avalancha de noticias del día. Nunca había estado tan feliz de equivocarme.

Hoy salí a marchar, todavía asustada y prevenida por todas las provocaciones del gobierno en días anteriores. A pesar de no creer en el dios católico me eché la bendición tres veces antes de entrar a la plaza de Bolívar (como buena tía colombiana),  y le pedí a los cielos que la marcha no se fuera al carajo. Y no lo hizo, al menos no durante muchas horas.

La marcha: la que vi y la que hicimos miles de colombianos  fue pacífica, artística, reivindicativa, nos unimos jóvenes, viejos, madres, abuelos de todas las razas, de todas las profesiones demostrando que los colombianos ya no estamos dispuestos a tolerar más violencia, ni en nuestros campos ni en nuestras manifestaciones. Claro, los vándalos casi se roban la noticia, y en un país acostumbrado a contar solo la tragedia no fue sorpresa que los noticieros empezaran la transmisión con lo violento en lugar de lo pacífico. Sin embargo, el sonido de unas ollas impidió que se olvidara que miles de personas hoy dijimos no más desgobierno, no más guerra, no más mentiras.

En este momento pienso que quizás no necesitábamos una sola petición abanderada sino muchas para que el gobierno se diera cuenta de que el país está despertando.

Las cacerolas y los sartenes llevan dos horas y media sonando espontáneamente fuera de mi ventana y yo una escéptica del pueblo colombiano estoy empezando a creer de nuevo, a creer que tenemos salvación, que aquellos  que buscan dividirnos más sembrando el odio y el rencor ya no serán escuchados y que los políticos que creían que podían engañarnos y jugar con nosotros recordarán que es al pueblo al que deben responder y que este pueblo grita: YA NO MÁS.

Tengo 24 años, llevo casi ocho años entusada y hoy por primera vez tengo esperanza al ver que jóvenes y adultos nos movemos por igual, porque veo que mi país está rompiendo el hechizo de la apatía y el desdén, porque está volviendo a sentir y lo más importante: está dejando de creer que solo con violencia podemos cambiar las cosas.

Como dice la canción “Yo no sé mañana”, lo que si se es que el cambio se avecina… quizá una olla a la vez.

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